viernes, 6 de julio de 2018

¿El tango murió?


Cuadras adentro de Banfield, unas cuantas, casi al llegar a la cancha del Taladro hay una casa donde cada quince días se reúnen distintas personas para celebrar el abrazo como medio de comunicación. Subcampeones mundiales de tango, historiadores de sus canciones y una bailarina de danza expresiva se juntan allí sin saber a qué se dedica el otro, sin embargo son los personajes de una noche rara por definición.


-Vos tenés que hacer lo que te diga tu panza, la boca del estómago- Cacho apoya sus dedos índice y mayor donde me dice y aprieta
-¿Qué tiene que ver el estómago?- le pregunto curioso
-Te voy a contar algo: el tango, el flamenco y el blues nacieron del hambre, por eso los tres se sostienen en la historia, pero además se sienten en la panza.

De todas las milongas que visité ésta podría ser la más particular: es una casa que podría pasar por cualquier otra en un barrio de Banfield, pero a diferencia de las demás, se reconoce al instante por un cartel fileteado que reza “Milonga La banfileña”, con una bandera argentina detrás y la música que se escucha desde la vereda. Ricardo, el cuidador, es el encargado de abrir la reja y de indicar el camino. En menos de diez pasos se llega al patio, allí los colores se apagan,el escenario se torna sepia: un auto antiguo en un garaje de doble entrada es lo primero que se ve y al lado un quincho de dos ambientes: el de la recepción iluminado y el otro más oscuro donde los comensales cada diez minutos se paran para disfrutar de una tanda de tres canciones a puro tango.

El salón está lleno. Nadia, la recepcionista, me promete que apenas se libere algo cerca de la pista me avisa, así que veo todo desde las mesas  del lado luminoso de la milonga. Lejanas a mí, las parejas se van a parar contentas a bailar, pero es un baile diferente al que vi a lo largo del recorrido por el mundo tanguero: todas las parejas bailan con la intención de exhibirse, están vestidas para eso;  las mujeres zapatos taco aguja y vestido, los hombres saco, corbata y zapatos lustrosos. Un pibetiene una camisa a rayas, con un pantalón pinzado y un chalequito bien entallado. Yo de pantalón cargo y un pullover viejo que era de mi papá: soy sapo de otro pozo.

Carlos Estigarribia es alto y de porte ancho, tranquilamente podría ser un boxeador o luchador de MMA. Pero no, es bailarín y no cualquiera: es el subcampeón del Mundial de tango y tricampeón Metropolitano.

-Empecé a bailar tango hace veinte años por obligación
-¿Por obligación?
-Mi hermana necesitaba compañero y el único que estaba al pedo, con 16 años, era yo.
-Y… ¿Antes no escuchabas nada? ¿Qué sabías del mundo del tango?
-No  me gustaba porque para mí era cosa de viejos. Con el tiempo lo que te va atrapando es la música.

Entre pregunta y pregunta, la tanda se pasa, entonces Estigarribia corre de nuevo a programar otra. La banfileña es una milonga de gente joven aunque las edades tiran más de 30. Son poquitas las personas que a la vista tienen veintitantos, son más las que tienen casi treinta y de ahí para arriba.

-Siempre hubo gente joven en el ambiente del tango, pero no se los veía en las milongas. Hoy toda esa gente joven se anima a ir- comenta cuando se sienta de nuevo.
-¿Qué le suma esa nueva juventud?
-La soltura distinta en el baile. Trajo mucha amplitud en la danza.
-¿Qué es lo que más cuesta cuando se empieza?
-El abrazo cuesta mucho más que el hecho de bailar en sí ¿Vos bailás?
-No sé

Me avisan que se desocupó una mesa así que me muevo al otro escenario: el salón de la pista. Las luces son tenues todo el tiempo, se oscurecen cuando la tanda arranca. Me quedo en una mesa justo al lado de la barra, soy el único que está solo, las demás mesas tienen grupos de personas que la pasan bien. Me compro una birra y salgo a fumar al patio. Ahí está Cacho: alto de saco y su corbata blanca perlada. Fumo al lado de él y hablamos. Hace cinco años que conoce el tango como danza, siempre fue historiador de las canciones. Cuando habla de los bailes con su señora se le ilumina la cara

-Puedo bailar con alguien más, pero con mi compañera siempre va a ser diferente-sonríe mientras tira el humo
-Eso porque los dos saben, en mi caso yo apenas sé y siento que mi pareja me perdona bocha de cosas
-No tiene nada que ver: es preferible un principiante obstinado a un virtuoso indiferente. A tu compañera nunca le vas a ser indiferente y ella lo siente, en la panza…  Me voy adentro, pibe. Hace frío.

(Cuando entro pienso en lo que me dijo Cacho, en cuánto me gustaría al levantar la mirada la ver pasar a Amanda por el ventanal camino a la recepción, pero no va a pasar. Los tiempos no nos dieron).

Son varias las tandas que pasan hasta que hablo con alguien más. Una chica me pide la silla porque su grupo de amigos no tiene lugar, le digo que se la lleve, pero se queda y empezamos a charlar. Es flaquita y alta, con una sonrisa luminosa: se llama Carla, tiene 37 años y estudia danza expresiva. Mis piernas tiemblan con cada pregunta porque sé que va a pasar lo que fui a hacer: bailar en una milonga después de un mes de clases. El tango es el tema de conversación principal. Ella trata de explicar lo que siente cuando está en la pista, pero es complicado porque bailar significa justamente entender un lenguaje que no incluye las palabras, esa lengua que tiene “energía de vida en movimiento”, como solía decir Lucía Rinaldi, mi profesora de los viernes.

-Me voy a fumar un pucho ¿Querés bailar la próxima tanda?-pregunto con las palabras atropelladas por los nervios
-¿Querés bailar? Aprovechemos ahora que está (Carlos)Di Sarli, con él aprendí porque es suave.

Guardo mi último pucho en el bolsillo de la campera. Me pongo más nervioso de lo que estaba y no puedo evitar sonreír tontamente. Miro el vaso de cerveza en la mesa: está vacío, ni siquiera un trago me va a salvar del momento que fui a buscar. Todos los pasos que vi hasta el momento son elegantes, tienen sutilezas y yo… Terminé las clases hace un mes, más o menos, y de ahí nunca más bailé o intenté hacerlo. En sólo segundos me encuentro frente a Carla, frente a sus ojos que escrutan mis nervios de pies a cabeza, entonces sonríe. Trata de dejarme tranquilo “con el paso básico podés bailar toda la noche si querés, no necesitas más”.

Lucía nos explicaba que el abrazo es fundamental para poder bailar bien un tango, de ese encuentro de los cuerpos nacen las intenciones de cada una de las personas. Estigarribia también destacó la conexión que se forma, el lazo que se establece con el abrazo, que con los extranjeros cuesta más porque “son más fríos”. Y yo me encuentro en esa situación de dar uno y de entender todas las cosas que se expresan con él, o no.

De los nervios abrazo rápido a Carla, pero no hay apuro. Ella se toma su tiempo para acomodarse, para que midamos en qué pie está el peso para poder arrancar. Mi pierna izquierda se mueve con una leve inclinación al mismo lado, hago lo mismo de nuevo, pero con la derecha y escucho su voz en la oreja “siempre derecho, no vayas para los costados”. No me reta, lo dice divertida. “Esto es proyección y deslizamiento: cuando estiras el pie proyectas y después te deslizas para hacer el movimiento”. Me relajo y lo hago, una o dos veces hasta que caigo de nuevo me muevo para el costado. “Es como que bailo vals”, le digo un poco frustrado y ella se ríe, “caminá, es sólo caminar”.

Termina el primer tanguito y con él también el abrazo. Cuando suena “Bahía blanca” nos encontramos más alejados: ella muestra y yo la sigo. No logré comprender ese lenguaje que requiere la interpretación del cuerpo ajeno en silencio. Aun así, en la boca del estómago me pasa algo. No me frustro, sino que la situación me da algo parecido al hambre del que habló Cacho, pero es el hambre de aprender todo lo que me explica. Escucho todo lo de técnica, pero ella se da cuenta que es “demasiada información” para este momento así que nos dedicamos a tratar de que salga algo. Este otro tango también se termina y empieza a sonar el siguiente, es una tanda de cuatro temas, pero para mí ya fue demasiado. La abrazo, le agradezco y me voy a sentar.

Miro a las parejas que bailan en círculos, que se entienden y disfrutan. Que desprenden sensualidad cuando se mueven con los ojos cerrados y franelean sus piernas. Pienso en que tenía que haber practicado algo aunque no pudiera ir más a las clases, pero también pienso en que pudo haber sido peor y que, por el momento, el papel de aprendiz me da la impunidad de robarle momentos graciosos al tiempo. No es mucho lo que puedo pensar porque a los minutos llegan dos amigos de Carla. Son pibes copados.  Con uno de ellos salimos a fumar.

-Este soy yo, mirá-señala una parte de la remera que tiene: es una pareja de baile sobre una tabla de longboard, es una remera de la milonga Malambito, de Temperley.
-Oh, qué bien la Malambito, pero ¿qué tiene que ver el longboard con el tango?-pregunto muy curioso
-Hago longboard-dancing: bailo tango sobre la tabla. Mirá-saca su celular y me muestra cómo lo hace.

Alan cuenta que hace seis años empezó con el baile y que hace poco se animó a más sobre la tabla. Es modesto, dice que no sabe mucho, pero cuando saque a bailar a Carla va a sorprender con sus movimientos, con el entendimiento de su cuerpo con el de ella: Cuando giren con los ojos cerrados se va notar el disfrute de un tango bien bailado. Me voy a quedar con varias de las imágenes en sepia que me van a regalar cuando pasen cerca de mí: sus sonrisas embelesadas por el goce y el sentir de las melodías de la tanda.

Pido un Uber para volverme a casa. El pibe es silencioso y me permite pensar en todo lo que pasó desde que llegué a La banfileña. Pienso el motivo que me llevó a volver de una milonga un sábado a las cuatro de la mañana. Recuerdo a Martín Caparrós diciendo en Animales sueltos que “no hay tango en Buenos Aires desde hace cincuenta años” y compruebo que está vivo en cada pibe y piba que va a la milonga, que busca tener un contacto diferente con los demás. Que tiene hambre y se devora a zona sur con cada milonga nueva que se abre. Que vive en el joven violinista de Derrotas Cadenas, Bruno Giuntini, que quiere “cagarse en las convenciones y buscar un lenguaje propio”. Que vive en un subcampeón mundial de tango de apenas 36 años escondido en el Conurbano, como lo es Carlos Estigarribia, en historiadores como Cacho. Que se mueve grácil como cuando Lucía Rinaldi muestra los pasos en su clase. Que hay tango y que está tan vivo que baila sobre una tabla de longboard.

viernes, 18 de mayo de 2018

Milonga y aceleración

Milonga Amapola

El cielo no sabe bien lo que va a hacer, pero un par de nubes revolotean el Obelisco. A cinco cuadras se encuentra el centro cultural La paz arriba, justamente es un primer piso donde los pies se deslizan al compás de un tango acelerado. La clase que dan Romina Pernigotte y Soledad Nani ya comenzó. Los movimientos de las cinco parejas contrastan con en el amplio ventanal adornado con lucecitas de Navidad que da a Corrientes.

No es una noche cualquiera, es jueves de milonga Amapola en el centro cultural.  La milonga que lleva adelante el cuarteto Derrotas cadenas se nota que ya es un espacio de amigos en el que todo está establecido. Entre birras, papas fritas, la oferta de la noche, se desenvuelve la noche.

A las 22 son pocos los que están. Los alumnos de Romina y Soledad son los que ocupan la pista de baile con pasos que ya no son de personas que recién empiezan. Una extrajera rubia se enoja con un primerizo “It´s your first class?”, pregunta y con un tímido movimiento de cabeza el otro asiente.

Al pasar la clase, la dificultad aumenta. El primerizo no sabe para dónde escapar. Palabras como “pibot” aparecen en el lenguaje de Soledad que anima a los demás a aumentar el ritmo de los pasos, mientras en un costado un muchacho, que tomaba una cerveza solo, se pone a jugar al billar en una de las mesas que rodean la pista.

Son pocos los tangos lentos que suenan. No hay lugar para violines agonizantes o contrabajos profundos. No no. Son milongas que rozan lo frenético con los pianitos agudos que marcan los pasos doble que la socarrona voz de Soledad traduce como “taca/taca/taca”.

El muchacho se rinde y le dice a Romina que sale de la clase. No duró ni media hora. La rubia lo mira contenta. En realidad, todas las que intentaron bailar con él lo miran con una satisfacción poco disimulada. La única que se apena un poco es Pernigotte que lo despide con un beso.

La clase continúa por un rato más, no mucho, pero si lo suficiente para ver el espectáculo de los bailarines que se conocen hace un tiempo ya. Cuando Soledad agarra a Romina es el momento de abrir bien los ojos y ver como giran a la velocidad de un rayo sin equivocarse en lo más mínimo.

Los alumnos también las miran. Los ojos del jugador de billar se apartan de la mesa para quedar hipnticamentre clavados en el baile de las mujeres que no trastabillan ni una sola vez. Ni siquiera fue necesario escuchar tango toda la clase. Lo demuestran con un chachacha, o con un rock and roll, pero el final es una nueva milonga veloz sin dejar de lado la prolijidad.

La clase termina. Todos se aplauden, porque el aplauso es celebrar los avances de un mejor bailar, pero también la amistad que los une y que en un rato los va a reunir en una mesa próxima a la pista, para que cuando suene la milonga, los encuentre una vez más, con otro abrazo, en la pista de baile.  




viernes, 11 de mayo de 2018

Derrotas cadenas: “Tenemos que cagarnos en las convenciones”


En sus casi diez años en el ruedo, Derrotas cadenas cuenta con dos discos. Hoy día son una formación estable conformada por Bruno Giuntini en el violín, Teo Ballesi en el contrabajo, Juan Pablo Marcó en piano y Julio Coviello en el bandoneón. Su particular manera de componer los ha llevado a rocorrer varios puntos del país en milongas que se extienden cada vez más fuera de la Capital. En dialogo con este blog, Bruno y Teo cuentan un poco sobre la actualidad del tango, el rol de la autogestión, la milonga que el cuarteto impulsa en el corazón de Buenos Aires y sus consideraciones sobre la juventud que reaviva el sonido de arrabal.
Teo Ballesi y Bruno Giuntini

Son las tres de la mañana en Corrientes y Uruguay, milonga Amapola ya se apaga con los últimos bailarines que deslizan sus pies sobre la pista de baile. Bruno Giuntini y Teo Ballesi son los únicos miembros de Derrotas Cadenas mientras los últimos tangos suenan. Teo es el más joven del cuarteto y a su vez el más jodón. El tono de Bruno es más serio, aun así no deja de ser entusiasta en cada una de sus respuestas que son enriquecidas por las breves intervenciones de Teo.

-¿Cómo llegaron al tango?
-Teo: toco el bajo desde los 15 y empecé a estudiar en la EMPA y elegí la orientación tango porque no me gustaban las otras. Empecé a estudiar bajo tango con Julián Peralta, arreglos, y después empecé con el contrabajo hace tres años más o menos. Ahí arranqué en una orquesta escuela. Y al año y pico empecé a tocar con los chicos. Nunca había escuchado un tango en mi vida.
-Bruno: yo llegué bastante tempranamente escuchando a Carlos Di Sarli, unos cassettes que estaban en casa, Aníbal Troilo. Yo ya tocaba el violín a los ocho años. Tocaba arriba de las melodías y ahí, siguiendo una única pelota que es la melodía. Llegué a una orquesta de más grande, en una que tocaba estilo Di Sarli, incluso con algunos músicos de él. Conocí a D’Arienzo que fue como conocer a los Ramones. No soy muy rockero, pero mi sangre entra en ebullición como esa raza. En la década del 2000 entré a una orquesta más grande con un tango más moderno y desde 2009 estoy con Derrotas.

-¿Por qué se descentralizó el tango hacía el Conurbano?
-Bruno: los que más se asemeja al caldo de cultivo original del tango es un ambiente portuario, prostibular, atorrante. Hoy es más difícil encontrar eso en el centro de Buenos Aires porque está más copado por la clase media, clase media alta, que tienen otras pretensiones y otra vida. En cambio el Conurbano hoy tiene un poco más esa oscuridad que tenía el tango en sus orígenes.

-¿Se nota alguna diferencia entre la Capital y el Conurbano cuando tocan?
-Bruno: Hay una barrera que es decidir ir a ver a un grupo, o ir a ver un evento raro, creo que en ese sentido no hay una diferencia de clases. El tema es estar dispuesto a cruzar un borde que tal vez uno no está acostumbrado, o tal vez un prejuicio, un falso prejuicio que es “a la gente le gusta esto”, pero hay una proporción de gente de cualquier clase que está abierta a las expresiones artísticas que incluso en la última década se hizo mucho por desplazar a las clases bajas, al contrario de lo que pasa con los barrios centrales.

-¿Cómo se encuentra el tango actualmente?
Bruno: hay una efervescencia muy grande, hay vías de expansión muy diferentes y eso es muy bueno. Yo tengo una visión muy sesgada porque estoy todo el tiempo pensando en esto. No puedo ser imparcial. Respeto a los colegas y me gustan muchos grupos. Siento que tenemos que hacer lo que estamos haciendo.

-¿Cuál es el papel de la autogestión esta efervescencia?
-Bruno: tiene que ver con este crecimiento del tango, muchísimo. Actualmente hay 300 grupos de tango, el público no ofrece una masa crítica que permita sobrevivir a todos si no es de una manera autogestiva porque no hay cantidad de público que pague entradas como para que esto funcione con tironeo de la demanda. Estamos todos empujando un poco desde la oferta, es un poco un keynesianismo. Por hora dedicada, es una actividad muy poco rentable. Entonces, esto se explica desde la autogestión, sino no es posible. No olvidemos que las bandas de rock son autogestivas, todas. Hasta los Beatles fueron autogestivos en su momento.

-¿Por qué atrae tanto a la gente joven?
-Bruno: Hay una conexión entre lo que nosotros proponemos y con lo que somos, y eso se percibe. El que capta es porque está en sintonía. Hay también gente grande a la que le gusta y nos va a ver en otros contextos, en salas.
-Teo: Hay otra gente que nos lo transmitió. Quizás antes quienes escuchaban era gente de cierta edad que no se lo transmitía a la de otra edad. La gente de antes era más tosca, bah, no más tosca, sino más reacia a los jóvenes y ahora hay una diferencia un poco menor.

-¿Cómo empieza la milonga Amapola?
-Bruno: nace de un deseo conciente de tratar de unir el baile con la música que proponemos y a la vez, las ganas de romper las bolas y de tocar, de tener una excusa para tocar, de tener un lugar para tocar y atraer el público que viene a escuchar, que viene a bailar, que viene a tomar una birra, que viene a charlar y que al final se lleve una buena experiencia. Nosotros no publicitamos mucho y esto funciona por el boca en boca. Se baila o se ve bailar, se escucha, podes tomar una birra, podes charlar, conocer gente nueva, hay mucha gente que se hace amiga acá y se hace un ritual para ellos.

-¿Se han abierto más espacios para Derrotas con el tiempo?
-Bruno: en el mundo del tango, el nombre del grupo se empieza a escuchar y si es algo diferente  te empiezan a llamar, por ejemplo la Malambito en Temperley. Es la propuesta de una milonga joven, hecha por jóvenes, para jóvenes y funciona bien porque los pibes y pibas se sienten a gusto ahí. Ellos nos conocieron hace poquito y nos llamaron. Así fue también en otros lugares: fuimos a Rosario, Necochea, Mar del plata. Los organizadores empiezan a conocer los grupos, pero no es que el público nos aclame. Los organizadores se la juegan.

-¿Es verdad que no se compone nada nuevo en el tango desde hace 50 años?
-Bruno: tenemos una vara alta que nos dejaron las orquestas Pugliese y Piazzolla, Rovira, Roberto Firpo, así que el nostálgico que ve en sus próceres del pasado el mayor punto de evolución tiene su razón. Sin embargo yo creo que se está componiendo muy buena hoy también y es muy necesario porque sino la música no es arte, la música tiene que ser novedosa, el arte tiene que ser novedoso. Tenemos que cagarnos en las convenciones y buscar un lenguaje propio porque los medios cambian.

La vida en movimiento

Once personas sentadas en sillas plásticas se miran entre sí en uno de los salones de Cultura del Sur, Temperley. Sólo una de ellas sonríe al ver las caras nerviosas. Lucía Rinaldi se encuentra acuclillada en una punta de una especie de semicírculo. Su sonrisa pícara cree adivinar las sensaciones de quienes la miran y van a ser sus alumnos en esta primera noche de su curso intensivo de tango.
“¿Están nerviosos?”, pregunta con la sonrisa sostenida. Su mirada recorre las caras que están allí. Chicas, chicos, señores y señoras responden que si con timidez. “Es normal que lo estén, es algo nuevo para ustedes”, afima suavemente con su voz. “Están nerviosos porque van a bailar y bailar es la vida que se mueve”.
Cuando llegan sus dos asistentes, Laura Goya y Juan Martín Suárez, la conversación se torna un poco más fluida. Todos se presentan y cuentan cómo fue que decidieron hacer el curso que los convoca en una noche que no deja de llover.
“Bailar es un arte, pero no competitivo como nos enseñan con todo”, expresa con su voz profunda Rinaldi. “Si tienen un preconcepto del tango, de cómo bailarlo, déjenlo afuera”, continúa, “acá cada uno va encontrar su tango”.
Jugar es la premisa principal y reírse lo que le sigue. Entretenerse, conocerse con los demás, conocerse a sí mismo y reencontrar un momento en el que no haya una exigencia más que la de disfrutar, si es que disfrutar puede tomarse como tal. Puede que tenga ver con la categoría temporal “un rato” que el reconocido filosofo Darío Sztajnszajber no puede definir.
Caminar, zapatear, abrazarse de maneras “originales”, cerrar los ojos, mirarse y hacerse caras graciosas en los cruces que pasan al dar vueltas en círculos son los ejercicios que van a llevar al momento final del abrazo. Pero para eso falta. Primero hay que jugar con los ritmos, porque no todo es tango. Todo lo contrario, eso podría tensionar, entonces corresponde escuchar otras cosas, como Onda vaga, para que el cuerpo se relaje ¿Por qué no la personalidad?
Las parejas cambian con los ejercicios, nadie se queda hasta el final con la misma persona, aunque puede haber algún reencuentro. Un abrazo incompleto es el primer paso para llegar al del baile. No es el primer contacto, pero si la primera simulación.
Para llegar al abrazo verdadero, ese que es difícil de definir con palabras, hay que cerrar los ojos, poner la mano en el pecho de la pareja, sentirse cómodo con ese tacto, acomodar la mano y escuchar la respiración. “Ahora, no abran los ojos y abrácense como si fuera ese amigo al que tanto queremos”, susurra Lucía mientras suena un tanguito lento.
En ese instante, confortablemente eterno, los cuerpos se encuentran como si fueran uno. No importa que sean desconocidos, hay algo más que une los pechos de dos personas que se ven por primera vez. “Con el mismo sentir, hagan un abrazo de tango y hagan lo que les salga”, vuelve a susurrar Lucía con un tango que se escuchar un poquito más fuerte.
Los pies deslizándose acompañan al acordeón. Se escuchan algunas risitas por los primeros pisotones. El tango termina, un abrazo más de amigos que Rinaldi sugiere y los ojos se abren.
La sala está oscura, apenas hay una pequeña luz en un rincón. Un silencio, cortado por las respiraciones, inunda el lugar. “Ya están bailando ¿Vieron que no era tan difícil?”, pregunta Lucía sin dejar de lado la sonrisa. Sin darse cuenta ya bailaron y pusieron la vida en movimiento.

viernes, 27 de abril de 2018

Tango, garúa y húmedad

El Obelisco es una aguja blanca que contrasta con el cielo violeta y deprimente que lo envuelve. A dos cuadras de su resplandor y la llovizna, en el Centro Cultural de la Cooperación, una biblioteca antecede una salita pequeña que palpita un corazón marcado por un contrabajo tanguero y conmovedor, es el cuarteto Derrotas Cadenas.

La cita era a las 21 a más tardar, pero un último asistente llega pasados casi 40 minutos de esa hora. No lo quieren dejar entrar porque la venta de entradas ya se cerró, pero consigue que el encargado lo deje entrar sin pagar. Al cruzar la puerta de madera marrón clarito, la melodía golpea su rostro con fuerza.

La oscuridad es la característica principal de la sala; lo único que está iluminado sutilmente es el cuarteto que de izquierda a derecha está dispuesto en primer lugar con el piano, con Juan Pablo Marcó, a su lado el larguirucho Teo Ballesi con el contrabajo, a su lado el compositor de la mayoría de los temas de la noche, Bruno Giuntini en el violín y por último un pasito más adelante, sentado y con un paño sobre su rodilla para sostener el bandoneón, Julio Covelio.
El concierto está bastante empezado. Cuando el último concurrente se sienta a un costado de la sala, en un rincón con mesitas redondas que deja a sus ojos al público, de alrededor de 50 personas, y al cuartero que toca el melancólico tango “Fugaz".
El sonido que se desliza del escenario mezcla lo que entra por el oído y lo que se siente en la panza, en las entrañas, y hace sonreír con los ojos cerrados a más de una de las personas del público. No hay una edad media que los defina. Es lo curioso del tango actualmente, no sólo hay mayores, sino también jóvenes que aprecian los sonidos cordiales de los instrumentos.
Las sonrisas provienen de las butacas, que respetan el semicírculo del escenario, y de las tablas. Los Derrota hacen chistes, disfrutan del lugar y del momento que les toca vivir. El más jodón es Teo: siempre que terminan un tema hace algún comentario. Cuando aplauden se ríe y agradece a su mamá en tono de chiste.

Bruno y Teo se quedan solos. Las luces los iluminan sólo a ellos y los demás instrumentos son devorados por la oscuridad. Teo se sienta para tocar, pero advierte “esto no se hace en el tango” y mira con complicidad a Bruno. “El primer dúo de violín y contrabajo de la historia, escrito por el maestro Bruno Giuntini”, anuncia y el dialogo de los instrumentos comienza lento con el contrabajo. Cuando Bruno se une siente cada vibración del violín con sus facciones y una pieza emocionante de dos minutos arranca aplausos del público.
Los demás integrantes suben nuevamente. Quedan pocos temas. Uno de ellos es “Corrientes y Montevideo”, dedicado a la milonga que tienen en ese cruce porteño. Unos pocos temas más pasan hasta llegar al anteúltimo, “Vomitango”, un clásico de su disco “Huid mortales”.

Juegan a despedirse, pero el público pide uno más. El bis es con otro tema de su disco, “Hidrogeno”. Vertiginoso al principio, suave y lento el medio y una vez más el vértigo hacía el final. Ahora sí, se despiden.

El público aprovecha la intimidad que permite la sala y los busca para charlar. Son varios los extranjeros que los obligan a hablar en un inglés improvisado, pero el lenguaje principal fue el del arrabal porteño, ese que tiene el Obelisco que contrasta con la noche nublada de garúa y humedad.

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